lunes, 29 de abril de 2013

En Casa

Una horas antes yo había muerto, o tuve muy claro que así debía de sentirse. Había besado luego una cabecita húmeda, mínima. Sabía, a pesar de mi seminconciencia, que ese besito pequeño era el sello a muerte de una vida nueva. Una vida nueva no sólo para ella, sino también para mí.
Unas horas después, cuando desperté, pedí a mi hija, y me trajeron por fin este paquetito mínimo, este dulce envuelto, este cachorrito de ser humano, ya limpio y seco. En ese momento mi cuerpo la pedía desesperadamente, como si fuera un organo propio faltante al que estuviera viendo fuera de mí. Una suerte de sed terrible. Por fin me la dieron. Era tan chiquitita que casi no pesaba y tenía miedo de que se me fuera a chorrear por algún costado. No hacía ruido y era hermosa, hermosa como el mejor amanecer. Entonces pude abrazarla. Había esperado nueve meses para hacerlo.
*
Mi corazón creció. Se expandió de golpe y la emoción de la explosión me hizo llorar profunda, quedamente. Los ruidos de la habitación desaparecieron, y nos quedamos ella y yo en la oquedad, en una suerte de lugar intermedio entre la vida y la muerte. Estaba cargando a mi hija. Mi hija de verdad. Muerta de miedo y de amor la abracé con fuerza -como me dijo una vez una nana que se debía hacer para quitarle a los niños el susto- y la besé. La ví de nuevo. Era tan bella, tan frágil. Mi corazón creció de nuevo. Lleno de coraje. Yo te voy a proteger, le dije en mi mente, y la besé. Yo la protegería de este mundo enfermo, del hambre, del frío, de la ignorancia, de la tristeza, del dolor. La protegería contra todo, incluso de mí misma.
Incluso de mí misma.
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No le tuve más temor a los fantasmas. Armé todos mis frentes contra ellos, fortalecí mi mente, fortalecí mi ejército con oraciones y conjuros. Me convertí en algo más fuerte. Alguien que transita con naturalidad entre los dos mundos, una suerte de bruja. Poderosa de pronto, caminaba por mi casa en las sombras de la noche y confirmaba que ya no tenía más miedo: yo era la guardiana, la dragona, la leona, la gran bruja. Mis aliados son de luz y son fuertes, las sombras escapaban de mí. Mi poder perceptivo también creció de golpe, como cuando un gran mago le brinda a su guerrero un don. De pronto podía sentir el frío de mi bebé, o que se moría de calor. O sentir hambre cuando ella sentía hambre, o sed. Aprendí a sentir también cuando ella simplemente quería que esté cerca. Este nuevo don es grandioso. Automático.
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También comprendí pronto que mi antigua vida había terminado. Su dolor era mi dolor, su frío mi frío, su percepción de la vida mi felicidad o desgracia. Para mí ya no había vuelta atrás. Porque noté también que su ausencia, apesar de ser tan chiquitita, implicaba la mía propia. Si ella moría, yo moriría con ella, aunque siguiera viva. Mi vida dependía del aliento de ese ser mínimo, frágil, inexperto, recién llegado al mundo. Mi vida dependía de ella. Gitana desde siempre, acostumbrada al desarraigo y a matar el dolor arrancando la raíz, reconocí que esta raíz era demasiado profunda.Si las cosas salían mal, no la podría arrancar, jamás. No me molestaba que dependieran de mí, sino darme cuenta de que la calidad de mi vida, de pronto, dependía totalmente de otra persona. Mi corazón creció otra vez, lleno de coraje nuevamente. Yo crecería. Asumiría esta realidad y cualquier otra. Mi corazón crecía a fuerza, en la fé, por elección, porque el miedo era tan grande que sentía que podía implosionar y convertirse en una pasa. Fe. Magia. Estaremos bien. Mi corazón creció en esperanza. No había esperado nueve meses. Había esperado, sin saberlo, toda la vida.
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Los días pasaron. Mi bebe creció y yo con ella. Me persigno por conjuro antes de decir nada y después. Casi nunca hablo de ella por internet, por protección. Crece ella, hermosa y buena, hábil e inteligente, dulce y sabia. Y yo crezco con ella. Cada día. Cada instante. Y crecer ya no duele. Por fin es natural. No duele atenderla, ni trabajar por ella, no duele nada. Sólo duele su dolor. Y el dolor mío, el gran dolor de antaño, tampoco duele como antes. Limpio, doblado y perfumado, está protegido en un cajón. Ya no le temo, ni lo rechazo, pobre. Mi hija sabe que mamá guarda un mar de tristeza en un cajón. De vez en cuando se escapa y me arremolina. Yo comprendo. Ahora comprendo casi todo. Lo invito a venir conmigo. Hacemos tortas juntos, y panqueques, y he aprendido a abrazarlo, porque pobre dolor, se siente solo. Antes de dormir lo baño, lo arropo, lo perfumo y mi nena y yo lo metemos con ternura en el cajón de vuelta. Despacito para que no despierte. Mi hija me besa la cabeza y yo me hago superfuerte, me convierto en una gigante y empujo el cajón. Vamos a dormir, le digo a mi niña, vamos que te leo algo. Y allí se queda mi dolor dormido, y mi niña me ensaña el camino de regreso, la vía de vuelta a la alegría simple del presente. Me regresa a la vida con su risa fresca y su urgencia de cosquillas. Con su voz cristalina. Con sus mil preguntas lúcidas que requieren de google y de mi total presencia.
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A veces se molesta y me mira o me habla con rabieta. Entonces me hace recordar a mi mamá. Me imagino a mi viejita chiquitita, llena de rabia por sabe Dios qué esta vez, pero solita y minimini y sólo una pequeña niñita. Abrazo a mi hija entonces. Encuentro la paciencia que me falta, la esperanza para besarla. Si mi vieja hubiera recibido más cariño, me imagino. Si no hubiera llorado tanto de niña, tan sola. Así que beso a mi hija y siento que reconstruyo la historia, pero desde otro ángulo, desde otro enfoque, en un lugar distinto donde siempre brilla el sol y te espera una cosquilla y un vaso de limonada fresca y dulce. La vida, es mejor, es mucho mejor. La vida, finalmente es vida. Este corazón cosido mil veces se ha hecho grande y ocupa casi todo el espacio con tanto trabajo que hacer, con tanto amor que dar, con tanto aroma a panqueque.
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No me arrepiento de no estar en otro lugar.
Aquí es precisamente donde quería estar.
Con ella y con mi tribu.
En casa.
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Dedico este post y el anterior, Entumecida, a todas mis amigas mujeres. A todas. A las que tienen hijos, y a las que no. A las que los perdieron por voluntad propia. A las que los perdieron por voluntad del cielo. A las que los perdieron en un supermercado o en el metro y casi se mueren de un infarto, y luego los recuperaron. A las que no pueden tenerlos. A las que ya tienen tres. A las que tienen un compañero al lado, y muy en especial a las que no lo tienen. A las que saben reír. A las que están locas. A las que son un dramón y a las que se pasan de prácticas... A todas, a todas, a todas... A las que están cerca, a las que están lejos, y a las que ya no están...

Las quiero amigas, con toda mi alma.
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Y para tí, Mirritu, que eres mi muy mejor amiga ;)