lunes, 21 de septiembre de 2009

Don Juan Regresa de la Guerra


Llegó Don Juan. Viene de la Guerra. Desde este Jueves a las 8.00 pm en el Centro Cultural de la Católica. Actúan, Sara Davida, Alejandra Guerra, Denise Arregui, Lisette Gutierrez, Lita Baluarte, Fránklin Dávalos, Sergio Llusera y su servidora , Dra. K. Espasmo, segunda en la foto empezando por la derecha. Dirige Coco Guerra.

Excelentes pines, huachas y tal vez incluso el tornillo q te falta en...


viernes, 18 de septiembre de 2009

Semana de Estreno

Es verdad que te dan pesadillas. Que te tiemblan las piernas. Que te dá una suerte de pánico y que se te puede soltar el estómago, agarrotar el cuerpo, ir la voz, olvidar la letra. Semanas antes del estreno puedes tener transtornos de sueño, pánico, cuadros de angustia, etc.
También es muy probable que te sabotees. Supongo que después de mi hijita ya no me permito ser la Gran Autosaboteadora que siempre fuí. Después de todo, a ella lo único que debe tocarla es la calma y la alegría. Y necesito hacer dinero para llevarla a Disney. Así que vea Ud. como maneja su estreno.
Ahora es distinto. Me conozco mucho mejor. O tal vez sólo me doy menos espacio conciente para engañarme. Así que la semana de estreno es esto: Dormir, pasar letra, dormir, ajustar el personaje y las escenas, dormir, comer, dormir, amar, dormir, dormir, dormir y soñar con la obra. Encima, no permito que nada interno me afecte. ¿Quedan cosas por hacer? Lo vemos luego del estreno. ¿Autocríticas que generan ansiedad? Lo vemos después del estreno. ¿Paltas mayores en general? Están allí hace rato, así que las retomaremos cuando pase el estreno. El Estreno. La Marea.
Es una suerte de tiempo de tregua conmigo misma, que me genera un estado ultrarelajado. Habría quién piense que eso puede no ser positivo para ejercer un arte que necesita una buena dosis de dinamita. Pero yo sé que he sido muy insegura, ansiosa, y demás. Así que, la verdad, este estado ultrarelajado es un colchón intelecto-emocional, una suerte de concentración ociosa que me mantiene focalizada en el trabajo y me prepara para el momento inevitable: El enfrentamiento, el confrontamiento con el público.
Entonces sí: El momento inevitable. Te vestiste, te preparaste y allí, en la oscuridad del apagón entras a tu lugar en el escenario. Como un fantasma. Como un ladrón. Y luego, sucede: La luz. Se encienden las luces y allí estás tú, y tus compañeros y el gran Público. Público. Gente que paga por soñar, pero que justo por eso no se traga cualquier fantasía. Y entonces es como si nosotros estuvieramos en un barco y el público en tierra firme, y suceden los primeros segundos, y es inevitable, estamos allí flotando, invitando con todas nuestras artes a la gente a subirse con nosotros al galeón, a la canoa, al transatlántico y nos vayamos de aventura. Al ensueño. Al Mar de adentro.
Pero hay unos segundos, cuando escuchas el murmullo de la gente en sus butacas, cuando apagan la luz, cuando la encienden por primera vez... que te puede dar todo junto -pánico y pichi, parálisis e hiperventilación-, y entonces lo único que a mí me salva es saber que dormí, que me relajé todo lo que pude, que me sé mi letra en cada escena, que ensayé todo, cada caída, cada giro, cada cambio de vestuario, que estuve temprano y me fuí muy tarde y es eso, eso, lo que me da el derecho, el deber, de disfrutar. De gozar a lo grande el presente, en esta antigua fiesta que tan claro me recuerda que somos polvo, aliento, arrollo, chispa.
Luego lo mismo cada vez que te toca entrar a escena, hasta que te vas acostumbrando a la temporada. Los actores viejos, dicen que cuando dejas de sentir eso, es porque estás muerto.
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Algo que es hermoso es ver las escenas de tus colegas entre las patas- esas telas negras o huecos de la escenografía desde donde se vé el escenario-, escuchar la música de las escenas, verlos hacer lo suyo iluminados por una luz que desde ya te remite al recuerdo...
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Y después de todo esto, caminar, caminar 15, 20 cuadras. Sentir la noche, la libertad del viento después de la caja negra.
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Lindo barco. Lindo, lindo viaje.

viernes, 4 de septiembre de 2009

Grunge

Su santo era el 6 de septiembre y bromeabamos bastante con esto por lo del seis y lo del nueve y el sesenta y nueve, y demás. Y era curioso que también fuera el día de mi santo. Lo conocí en la calle. De manera bastante oprobiosa. Le pedí un cigarrillo. Supongo que pesó el hecho de que se pareciera a Cobain. Mucho. Yo pasaba caminando por Diagonal. El estaba sentado en el Haiti, con un primo con nombre de terrorista. Pasé. Cuando menos me dí cuenta estaba allí sentada, fumando.
Le pregunté de dónde era. No me quedó claro. Le pregunté por sus viejos y se hizo el sordo. Hablamos un poco más y le di mi número.
Yo misma leo esto y mi lado pacato, limeño, sin cielo, me dice Rucón, eso eres. Un rucón. Supongo que si hubiera prestado más atención a esa voz no tendría nada que escribir. Nos vimos una segunda vez. De eso sólo recuerdo caminar por Miraflores, de noche. Explicándole que en Lima no llueve nunca y esas cosas, por que era extranjero. Era gringo. Gringo de verdad. De Seattle, decía él. Luego decía de Oregon. Pero sí era gringo. Gringuísimo pelo pita. Era de esos que caminan como pisando huevos y son muy altos y pálidos. Lindo el Gringo. Odiaba su país. O a esa altura estaba profundamente decepcionado lo que a veces ya es lo mismo. Esa noche de garúa me dijo que iría a Cajamarca a pasar el año nuevo. Y que sería very nice si yo iba a visitarlo someday. Ahora me doy cuenta de que tal vez lo decía sencillamente, sin intención, como quién invita a una taza de café. Yo acababa de terminar colegio. Por fín tenía Libreta Electoral. Llegué a Cajamarca el 28 de diciembre.
*
Vivimos vida de conejos. Nos bañábamos de vez en cuando y siempre en los Baños del Inca. Tomábamos vodka y fumábamos para olvidar todo eso que nos venía atormentando desde tan lejos, desde hace tanto. Conocí la levadura de cerveza en la ensalada y otras rarezas de gringo vegetariano y me volví veggie también. No tenía idea de a dónde iría mi vida. Pero aprendí bastante inglés. El después de seis meses hablaba muy poco castellano. Sin embargo nos reíamos bastante, flacos hasta las patas, creyendo ser felices por primera vez desde la infancia.
Pero a pesar de sus ojos de océano, de toda su cobainez, de sus maneras dulces, había algo en él, una sombra, un fantasma. Era eso tal vez lo que me hacía dolorosamente sospechar que no era él el amor de mi vida. O tal vez era el hecho de que no tocara muy bien la guitarra. En esa época, todo eso parecía estar íntimamente relacionado. Y lo estaba. Sin embargo había algo. Algo en nuestra elección de vida en ese momento. Un profundo desprecio. Un desprecio sincero y humilde. Por las normas, por lo que se suponía que debíamos ser. Por lo que el sistema esperaba de nosotros. La música era buena por fín después de tantos años de ñoñas y podíamos escuchar no sólo a Nirvana sino a Sonic Youth, Soundgarden, Pixies y tantos otros que por fín sonaban a algo posible, real, perdurable. Música que encriptaba nuestra voz. La voz de todo joven pensante. Nuestra voz desde la carpita para dos personas que el gringo loco había armado dentro de la micro habitación donde vivíamos, yo creo que no sólo por el frío que hacía sino abiertamente por joder. A la realidad. A la cordura. A lo que debía de ser.
Tarde o temprano me enfermé de los riñones y tuvimos que regresar de nuestro paraíso de la Miseria. En Cajamarca había empezado tocando la guitarra en un bar, y al poco tiempo me dí cuenta de que eso no me iba a alcanzar para volver. Así que por un jugo le leí las cartas a una chica en la juguería de la plaza y me hice de un nicho inesperado. A las dos semanas, luego de que todas las señoras de Cajamarca hartas de hastío antes de la tv con cable pasaran por mi consultorio astral en la juguería, justo a tiempo y con las primeras fiebres renales, compramos pasajes y nos regresamos a Lima.
Ese viaje de regreso es una de las cosas más surrealistas que yo recuerde. Viajamos con gallinas y sacos de verduras, lo que en el Perú de esos años era casi normal, pero a medio viaje volaba en fiebre. El dolor era imposible. Recuerdo que me eché en el suelo del interprovincial para dormir y un tío gordo me arrimó con su pie de tanque. Que me echara en mi sitio. Me alcanzaron las fuerzas para decirle Tengo mucha fiebre. Luego no recuerdo más.
Recuerdo que estábamos en Lima. Recuerdo que Taylor -porque así era su nombre, más apellido que otra cosa- tenía que regresarse a su tierra. La tierra del demonio. Estupidolandia. Hogar del Mal. Me dijo para irme con él. Qué haríamos allá, le pregunté. Me dijo que podríamos tener un bebé. Y podrías pedir dinero en la autopista. Siendo tan bonita como eres nuestro bebé va a ser hermoso. Y podremos vivir de eso? Sure. Me presté un dinero y me dispuse a partir.
Supongo que estaba furiosa con el mundo. Supongo que quería irme muy lejos, incluso al infierno. Pero las cosas comenzaron a salir mal esa misma tarde. No quisieron venderme un pasaje sólo de ida. Dijeron que incluso si nos casábamos no podíamos comprar un pasaje sólo de ida hasta que yo tuviera la residencia. Así que él tuvo que irse sólo. Y yo tuve que volver a la casa de mi madre. Sede del infierno, sección de violenta melancolía. Pasaron semanas. Luego meses. Yo empecé a sentir en el corazón el Pututu y me fuí a Cuzco a vivir un tiempo. Allí confirmé, con el dolor de mi alma en ese momento, llena de desconcierto, que o él no era el amor de mi vida o yo era una zorra que no sabía valorar nada. En todo caso, Cuzco me redefinió. Me volvió solitaria y silente. Vivir con los artesanos sudamericanos me arraigó mucho al feeling sudaka. Como dijo Charlie, tuve un amor y también mucho más. Cuando mi gringuito de dos metros finalmente regresó a Lima, había pasado casi un año.
Pero había sucedido más en ese año. Me había escrito puntualmente, todo el tiempo. Era lindo esperar el correo. Mi mamá, luego de tener una alegre cháchara telefónica larga distacia con él, cambió de opinión. Después de que él le dijera que si ella me hacía algo él se iba a vengar y que no se olvidara que él ya sabía dónde vivía y cosas del estilo, ella decidió que él ya no era un gringuito lindo sino un psicópata americano obsesivo, altamente peligroso y no me llegaron más cartas de él. Me comenzaron a llegar a la casa de mi hermana S. Su letra, though, empezó a cambiar. Se hizo más pequeña, nerviosa. Nunca me decía del todo qué era lo que estaba haciéndo allá. Sólo decía que me amaba. Que me amaba. Y que era su princess. Princess criollo-altiplánica aprendiendo a ser muda.
*
Un día, sin previo aviso, llegó. Uno de mis mejores amigos, el Gun, vino a mi casa y me dijo Oe, afuera está el Gringo, quiere verte. Un escalofrío de pánico me congeló la espalda y eso me llamó la atención. Siempre he creído ser intuitiva, y esa no es la manera como me pareció que debieras sentirte cuando llega el chico que te gusta. Es un congelarse parecido, pero diferente. De todas maneras bajé y me escabullí al parque para verlo.
Estaba más flaco aún. Pero ya no estaba rosado. Estaba amarillo, enfermo. Lo más resaltante era que ya no era él. Era otro. Otra cosa. Sus ojos estaban hundidos, fríos, llenos de miedo y rabia. Como antes, pero sin alegría. Sin humor. Sólo miedo. Rabia muda. Y confusión. Sentados entre los geranios del parque imaginaba las mejor manera de decirle al pobre que la voz hubiera sido que me pegara un telefonazo en vez de venirse de esa manera y sin previo aviso, a ver cómo le explico, no eres tú soy yo y todo eso después de que se ha hecho medio Pacífico para verme. Pensando en esto veo sus manos. La yema de sus dedos. Taylor, le digo. Me mira aterrado. Enséñama las manos. No, me dice, y las esconde como un niño, detrás de su espalda. Taylor, le digo. Muéstrame tus manos. Nunca ví dedos más opiáceos. Amarillos ocre hasta la mitad del dedo, menos los dedos meñiques. Me pregunto hasta ahora qué caraxo se estaría metiendo para que se le pintaran así los dedos y en tan poco tiempo. Porque le pregunté y no me dijo. Nada, me dijo. No estoy haciéndo nada.
No lo volví a ver. Le agarré miedo, no sé si por mi intuición o por los fantasmas de mi mamá. O por la sombra que ví bailando detrás de su alegría. De toda su dulzura de gringo huérfano. Su papá vendía autos. No, era corredor de casas. No, era apostador, en Vegas. Su mamá era una gringa que había perdido la fé en él y sus veinte años. Era rubia y vivía Somewhere con su nuevo hombre.
Nunca volví a ver a Taylor. Durante algunos meses me siguieron llegando sus cartas, cada vez más extrañas, incongruentes, escalofriantes. Cada vez con más violencia. Con más soledad. Poco a poco dejaron de llegar sus cartas. Un día llegó la última. Era una hoja de cuaderno cuadriculado. Había escrito tres palabras con letras grandes con lápices de color, y decía:

Happy Birthday Kareen.

La letra era frágil y grande y el mensaje daba miedo.
Me acordé entonces de Cobain. De los días en los que me parecía estar con él en Cajamarca. El buen Cobain y su Terrible Dulzura.
*
Esa
Gran,
Peligrosa
Pena.